
Es muy probable que en alguna ocasión hayas visto la película de Aladino, hayas escuchado alguna versión del famoso genio de la lámpara o, incluso, hayas podido fantasear con la hipotética situación en la que después de frotar esa lámpara que ha llegado a ti casualmente, un majestuoso genio se muestre ante ti para concederte tres deseos a la voz de: «¡pide y se te dará!».
Lo más divertido de todo ello seguramente habrá sido tratar de elegir, descubrir o compartir con alguien cuáles serían esos tres grandes deseos que cambiarían radicalmente tu vida, para luego despertar y regresar a la realidad.
Pues bien, ¿qué pensarías si esto, que parece una fantasía o un juego, se hubiera hecho realidad, en cierto modo, en la vida de nuestros hijos? ¿Y si esos tres deseos hubieran pasado a ser deseos casi ilimitados? ¿Y si el papel del genio de la lámpara lo hayamos asumido, casi inconscientemente, padres, tíos, amigos, familiares y, especialmente, esos abuelos a los que les tocó vivir una infancia más dura, llena de deseos sin cumplir que, como es normal, no están dispuestos a que los seres que más quieren y adoran puedan volver a vivirlo, ni tan siquiera un instante?
Comprendo que en estos momentos puedas pensar que parezco un señor mayor que adopta el papel de criticar, por sistema, la vida de las nuevas generaciones como se ha venido haciendo siempre, al tiempo que te planteas: «¿qué hay de malo en disfrutar todo lo que se pueda o en cubrir los deseos de un niño cuanto antes? ¿Por qué esperar? ¿Qué mejor acción y alegría puede haber que regalar aquello que la persona que amas necesita o desea?
A corto plazo y de forma aislada posiblemente no haya nada que objetar, pero a largo plazo y analizando el tipo de sociedad en la que nos está tocando vivir quizás sí, o al menos, deberíamos tratar de reflexionar sobre ello.
Vivir en una sociedad basada en la cultura de lo inmediato, la tecnología, las redes sociales y el estado de bienestar nos han empujado, tanto a adultos como a niños a quererlo todo ahora, ya, en el menor tiempo posible y, lo más importante, que requiera del mínimo esfuerzo e implicación.
Además, las redes sociales nos inundan desde hace tiempo, y especialmente después de la pandemia, con la filosofía del carpe diem que nos ha llevado también a ser consumidores empedernidos de experiencias express. De tal manera que nos lanzamos a la carrera para que nuestros hijos vivan el mayor número de experiencias posibles independientemente de su edad y de si, realmente, serán conscientes y las disfrutarán.
Así, es muy probable que cualquier niño de diez años de tu entorno haya vivido ya el doble o triple de experiencias que su abuelo, sea cual sea su edad; lo cual no debería ser más que un indicativo del bienestar de la época que les está tocando vivir, pero es inevitable plantearme: «si las pequeñas ilusiones las apagamos rápidamente por la satisfacción de ver complacido un deseo de alguien a quien amamos; y las grandes y complejas ilusiones o sueños, que requieren de esfuerzo, constancia, paciencia y tiempo para conseguirlas parecen resultar inalcanzables por esa cultura de lo inmediato en la que se encuentran inmersos, ¿cómo van a mantener sus ilusiones en el tiempo? ¿Qué les puede motivar a progresar, aprender y mejorar en su día a día?
Quizás, el problema de esa inmediatez, de sobreestimular con numerosas experiencias y cubrir todas las necesidades y deseos es que puede convertirse en un silencioso y sutil devorador de ilusiones y, con el tiempo como aliado, un perfecto generador de «vacíos». El verdadero problema de estos «vacíos» es que una vez aparecen, resultan muy difícil de eliminar, ya que se han ido generando lentamente a partir de algo que aparentemente resulta positivo y donde, por tanto, cuesta especialmente encontrar la causa que los provoca; lo cual te puede llevar a sentirte peor, entrando en una espiral peligrosa.
Todo ello contrasta significativamente con el hecho de que cada vez encontramos en nuestras aulas más alumnos que, desde edades tempranas, se muestran más apáticos, sin motivación, falta de objetivos e ilusiones y como si todo les diera realmente igual.
En este sentido, soy muy consciente de que para afirmar de manera objetiva la relación y causalidad de estos hechos requeriría de estudios, análisis y tiempo. Tan solo pretendo, como siempre, compartir algunas experiencias que nos inviten, de un modo u otro, a reflexionar y en este caso más concreto a que te puedas plantear tu «papel» como «genio de la lámpara» con aquellos niños y niñas con los que tienes la suerte de compartir tu vida de un modo más cercano y afectivo. Eso sí, sea cual sea ese papel, no olvides que todo buen genio debe pronunciar siempre estas palabras: «¡pide y se te dará!».
Gracias por leer y compartir. Si te apetece dar tu opinión, ¡adelante!
