
El otro día, en clase de Educación Física, mientras hacíamos una de las paradas para que los alumnos tomen agua, una de las niñas se acerca tímidamente, aprovechando que estaba solo, para decirme algo que, desgraciadamente, he escuchado en muchas ocasiones de diferente forma por niños de todas las edades a lo largo de más de diecinueve años como docente: «profe, Aurora me ha dicho que si pillo a Manuela deja de ser mi amiga».
Anteriormente, mi reacción inmediata, como podrás imaginarte, era la de ir a pedirle explicaciones a esa niña, dialogar y, en su caso, decirle con firmeza que deje de hacer eso o debería asumir determinadas consecuencias.
Con el tiempo he ido observando que lo que realmente conseguía era agudizar y afianzar sus papeles dentro de la relación, es decir, la víctima no cambiaba ninguna conducta hacia la relación salvo el de decidir «chivarse» cuando le sobrepase la situación; y la agresora, solamente evitaba comportarse de ese modo cuando estaba delante de mí porque ella seguía dominando y dirigiendo, a su antojo, el transcurrir de esa relación, desde el concepto de «buena amistad» que, casi inconscientemente, han ido aprendiendo e interiorizando.
Así que, comprobando que lejos de mejorar, casi se empeoraba, decidí cambiar drásticamente mi respuesta y reacción. De tal manera que ahora, la primera vez que surge este tipo de situaciones, no voy a pedir explicaciones al supuesto agresor/a de inmediato, sino que me centro antes en qué puede hacer el supuesto agredido. De tal manera que me aproximo al niño/a, lo miro fijamente a los ojos y le digo algo parecido a esto: «vales muchísimo. ¿Crees que alguien que te trata así merece ser amigo tuyo? ¿Piensas que alguien que te amenaza con su amistad para que hagas lo que quiere es bueno para ti? ¿Por qué no pruebas a hablarlo? Si continúa haciéndolo deberías apartarte y compartir tu tiempo con otros niños y niñas que te respeten y sean capaces de ver lo valioso/a y grande que eres».
Resulta difícil describir cómo todo se transforma. Sus caras y emociones van cambiando al ritmo de las palabras y cómo su confianza y seguridad parecen aumentar, quizás, por la sencilla razón de que, realmente, la solución del problema depende de ellos mismos y que, pase lo que pase, se sentirán valiosos.
Es cierto que, como todo en la vida, no existen fórmulas mágicas y siempre, siempre, es cuestión de probar y utilizar nuevas formas que nos ayuden a encontrar la mejor alternativa para mejorar cualquier problema o situación.
Mientras describo este tipo de experiencias que vivo en la escuela y con mis hijos, me resulta inevitable no trasladarlo al mundo de los adultos y pensar que si pusiéramos la mitad de la energía y esfuerzo que utilizamos para ser aceptados y queridos por personas incompatibles y que no nos tratan bien, en cuidar de aquellas otras que nos aprecian y cuidan, creo que todo sería muy diferente.
Pero, ¿por qué algo que parece tan obvio y sencillo, nos cuesta tanto desde bien pequeñitos? ¿Por qué nos empeñamos en que determinadas relaciones funcionen, a pesar de que tenemos hechos y evidencias de que no son positivas? ¿Por qué nuestro cerebro se engancha a esas conductas de rechazo y no lo hace tanto a las de atención y afecto? ¿Por qué nos embelesamos con la popularidad, lo difícil o inaccesible, hipotecando el afecto, el cariño y, especialmente, el respeto como base y requisitos mínimos bajo los que debería regirse cualquier relación que tengamos? ¿Por qué nos cuesta tanto identificar conductas tóxicas y huir inmediatamente de ellas sin tratar de justificarlas bajo ningún concepto? ¿Por qué padres y madres, con la mejor intención y en nuestro afán porque todos los niños se lleven bien, forzamos relaciones claramente incompatibles que desembocan en constantes problemas de convivencia y en normalizar conductas que realmente son tóxicas?
Aunque en muchas ocasiones sintamos que esto es cosa de adultos, todo se fragua desde bien pequeñitos y es nuestra responsabilidad ayudarles a que entiendan y construyan relaciones saludables porque, nos guste más o menos, las relaciones que construimos determinan e influyen en un alto porcentaje en nuestra vida y, por encima de que cada uno de nosotros tenemos la capacidad de decidir, pueden ayudarnos a crecer o, por el contrario y desgraciadamente, a hundirnos.
En conclusión y por todo ello, creo que ni el miedo a estar solos, encajar, ser aceptados o formar parte de un grupo determinado, por mucho que haya una parte de nosotros que lo desee intensamente, debería ser razón suficiente para hipotecar el respeto y la libertad en la que todo tipo de relación tendría que basarse.
Así que, «relación libre y respetuosa o… ¡a otra cosa mariposa!»
Gracias por leer y compartir. Si te apetece dar tu opinión, ¡adelante!
